lunes, 5 de mayo de 2008

Continuidad De Los Parques


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Julio Cortázar

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Ah! El don de la palabra, el poder de los libros de acabar con el mundo conocido y con las criaturas más bellas... Sino fíjese Ud. lo que le pasó al pobre de este relato: "Era una novela sin intriga, y con un solo personaje, simple estudio
psicológico de un joven parisiense que empleara su vida en tratar derealizar, en pleno siglo XIX, todas las pasiones y modalidades de
pensamiento que fueron de todos los siglos, excepto del suyo, y,
como si dijéramos, de resumir en sí los diversos estados por que el
mundo habla pasado, amando, por su mismo artificio, esas renuncias
que los hombres han llamado insensatamente virtud, al igual que esas
rebeliones naturales que los hombres sensatos llaman todavía pecado.
Todo ello escrito en ese estilo curiosamente cincelado, a la vez oscuro
y centelleante, lleno de argot y de arcaísmos, de expresiones
técnicas y paráfrasis complicadas, que caracteriza la obra de algunos
de los mejores representantes de la escuela francesa de las
simbolistas. Había metáforas monstruosas como orquídeas, y del
mismo matizado sutil.
La vida de los sentidos era descrita en términos de filosofía mística.
Había momentos en que no se sabía si se estaban leyendo los éxtasis
espirituales de algún santo de la Edad Media o las confesiones
morbosas de un pecador de hoy día. Era un libro ponzoñoso. El aroma
pesado del incienso parecía adherirse a sus páginas para turbar el
cerebro. La simple cadencia de la frase, la sutil monotonía de su
música, tan llena de complejos estribillos y de movimientos sabiamente
repetidos, producía en el espíritu del adolescente, a medida que se
iban sucediendo los capítulos, una especie de divagación, de ensueño
enfermizo, que le hacía no darse cuenta del día muriente y las
sombras que nacían.
Sin nubes, y taladrado por una Sola estrella, el cielo verde cobre lucía
a través de las ventanas. A esta luz pálida leyó hasta que no pudo
más. Entonces, y tras de recordarle el criado varias veces lo tardío de
la hora, se levantó, pasó a la estancia contigua, y dejando el libro
sobre el helador florentino que le servía de mesa de noche, empezó a
vestirse para la comida"
PD: es una pésima traducción, sepa disculparme.