lunes, 6 de abril de 2009

Principio maya


Justo como el aire es la atmósfera del cuerpo, así el tiempo es la atmósfera de la mente. Si el tiempo en el que vivimos consiste en días y meses desiguales regulados por minutos y horas mecanizadas, en eso es que se convierte nuestra mente: una irregularidad mecanizada.
Quien es dueño de tu tiempo, es dueño de tu mente. Sé dueño de tu tiempo y conocerás tu propia mente.

domingo, 22 de marzo de 2009

Ayuda


Tratemos de ayudar al que lo necesita evitando las diferencias.

Estaremos mejor si nos vemos como humanidad...

martes, 17 de marzo de 2009

Bendición Irlandesa


“Que la tierra se vaya haciendo camino ante tus pasos,

que el viento sople siempre a tus espaldas,

que el sol brille cálido sobre tu cara,

que la lluvia caiga suavemente sobre tus campos y,

hasta tanto volvamos a encontrarnos,

que Dios te lleve en la palma de su mano.”

jueves, 12 de marzo de 2009

Soneto De Repente

Un soneto me manda hacer Violante,
que en mi vida me he visto en tanto aprieto;
catorce versos dicen que es soneto,
burla burlando van los tres delante.

Yo pensé que no hallara consonante
y estoy a la mitad de otro cuarteto,
mas si me veo en el primer terceto,
no hay cosa en los cuartetos que me espante.

Por el primer terceto voy entrando,
y parece que entré con pie derecho
pues fin con este verso le voy dando.

Ya estoy en el segundo y aun sospecho
que voy los trece versos acabando:
contad si son catorce y está hecho.

Lope De Vega

miércoles, 11 de marzo de 2009

Esa Boca

Su entusiasmo por el circo se venía arrastrando desde tiempo atrás. Dos meses, quizá. Pero cuando siete años son toda la vida y aún se ve el mundo de los mayores como una muchedumbre a través de un vidrio esmerilado, entonces dos meses representan un largo, insondable proceso. Sus hermanos mayores habían ido dos o tres veces e imitaban minuciosamente las graciosas desgracias de los payasos y las contorsiones y equilibrios de los forzudos. También los compañeros de la escuela lo habían visto y se reían con grandes aspavientos al recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo que Carlos no sabía que eran exageraciones destinadas a él, a él que no iba al circo porque el padre entendía que era muy impresionable y podía conmoverse demasiado ante el riesgo inútil que corrían los trapecistas. Sin embargo, Carlos sentía algo parecido a un dolor en el pecho siempre que pensaba en los payasos. Cada día se le iba siendo más difícil soportar su curiosidad.

Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se la dijo al padre: « ¿No habría forma de que yo pudiese ir alguna vez al circo? » A los siete años, toda frase larga resulta simpática y el padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicarse: «No quiero que veas a los trapecistas. » En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque él no tenía interés en los trapecistas. « ¿Y si me fuera cuando empieza ese número? » « Bueno », contestó el padre, « así, sí».

La madre compró dos entradas y lo llevó el sábado de noche. Apareció una mujer de malla roja que hacía equilibrio sobre un caballo blanco. Él esperaba a los payasos. Aplaudieron. Después salieron unos monos que andaban en bicicleta, pero él esperaba a los payasos. Otra vez aplaudieron y apareció un malabarista. Carlos miraba con los ojos muy abiertos, pero de pronto se encontró bostezando. Aplaudieron de nuevo y salieron -ahora sí- los payasos.

Su interés llegó a la máxima tensión. Eran cuatro, dos de ellos enanos. Uno de los grandes hizo una cabriola, de aquellas que imitaba su hermano mayor. Un enano se le metió entre las piernas y el payaso grande le pegó sonoramente en el trasero. Casi todos los espectadores se reían y algunos muchachitos empezaban a festejar el chiste mímico antes aún de que el payaso emprendiera su gesto. Los dos enanos se trenzaron en la milésima versión de una pelea absurda, mientras el menos cómico de los otros dos los alentaba para que se pegasen. Entonces el segundo payaso grande, que era sin lugar a dudas el más cómico, se acercó a la baranda que limitaba la pista, y Carlos lo vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso. Por un instante el pobre diablo vio aquella carita asombrada y le sonrió, de modo imperceptible, con sus labios verdaderos. Pero los otros tres habían concluido y el payaso más cómico se unió a los demás en los porrazos y saltos finales, y todos aplaudieron, aun la madre de Carlos.

Y como después venían los trapecistas, de acuerdo a lo convenido, la madre lo tomó de un brazo y salieron a la calle. Ahora sí había visto el circo, como sus hermanos y los compañeros del colegio. Sentía el pecho vacío y no le importaba qué iba a decir mañana. Serían las once de la noche, pero la madre sospechaba algo y lo introdujo en la zona de luz de una vidriera. Le pasó despacio, como si no lo creyera, una mano por los ojos, y después le preguntó si estaba llorando. Él no dijo nada. «¿Es por los trapecistas? ¿Tenías ganas de verlos?»

Ya era demasiado. A él no le interesaban los trapecistas. Sólo para destruir el malentendido, explicó que lloraba porque los payasos no le hacían reír.

Mario Benedetti

sábado, 7 de marzo de 2009

Dalí






¡¡¡Esto sí que es flashearla!!!

Nombres de los cuadros (de arriba hacia abajo):

-Muchacha de pié junto a la ventana.
-La persistencia de la memoria
-Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes de despertar
-Virgen juvenil autosomodizada por los cuernos de su propia castidad
-Crucifixión o Corpus Hipercubicus

El Dragón



La noche soplaba en el pasto escaso del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.

Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.

-¡No, idiota, nos delatarás!

-¡Qué importa! -dijo el otro hombre-. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.

-Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos . . .

-¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!

-¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino.

-¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!

-¡Espera, escucha!

Los dos hombres se quedaron quietos.

Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente.

-Ah . . . -El segundo hombre suspiró-. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Este dragón dicen que tiene ojos de fuego, y un aliento de gas blanquecino; se lo ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas, aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?

-¡Suficiente te digo!

-¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en qué año estamos.

-Novecientos años después de Navidad.

-No, no -murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados-. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Qué Dios nos ampare!

-¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!

-¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos ataviados.

Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.

En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde: el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.

-Mira . . . -murmuró el primer hombre-. Oh, mira, allá . . .

A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido, el dragón.

Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos, en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta, y el dragón, rugiendo, se acercó, y se acercó todavía más. La deslumbrante mirada amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro, y en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.

-¡Pronto!

Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.

-¡Por aquí pasa!

Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballeros.

-¡Señor!

-Sí, invoquemos su nombre.

En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso, y un ímpetu demoledor, y la bestia prosiguió su carrera.

-¡Dios misericordioso!

La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado, y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó, y el hombro negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.

-¿Viste? -gritó una voz-. ¿No te lo había dicho?

-¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!

-¿Vas a detenerte?

-Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé qué siento.

-Pero atropellamos algo.

-El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.

Una ráfaga de humo dividió la niebla.

-Llegaremos a Stokely a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?

Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el Norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.

Ray Bradbury



jueves, 5 de marzo de 2009

La Última Respuesta


Murray Templeton tenía cuarenta y cinco años, estaba en la flor de su vida, y todas las partes de su cuerpo funcionaban en perfecto orden excepto algunas porciones clave de sus arterias coronarias, pero eso era suficiente.

El dolor vino de pronto, ascendió hasta un punto intolerable, y luego descendió progresivamente. Pudo sentir que su respiración se relajaba, y una especie de bendita paz lo invadió.

No hay placer como la ausencia de dolor... inmediatamente después del dolor. Murray sintió una ligereza casi aturdidora, como si estuviera elevándose en el aire y flotando.

Abrió los ojos, y notó con distante regocijo que los demás que ocupaban la habitación estaban aún agitados. Se hallaba en el laboratorio cuando el dolor le había golpeado, casi sin advertencia, y cuando se había tambaleado había oído gritos de sorpresa de los demás antes de que todo se desvaneciera en una abrumadora agonía.

Ahora, con el dolor desaparecido, los demás estaban aún yendo de un lado para otro, aún ansiosos, aún apiñándose en torno a su cuerpo caído...

...que, se dio cuenta de pronto, estaba tendido boca abajo.

Estaba ahí en el suelo, brazos y piernas abiertos, el rostro contorsionado. Y estaba ahí de pie, en paz, observando.

Pensó: ¡milagro! Los chiflados de la vida después de la vida tenían razón.

Y aunque aquella era una forma humillante de morir para un físico ateo, apenas sintió una ligera sorpresa, y ninguna alteración de la paz en la cual se hallaba inmerso.

Pensó: debe de haber algún ángel –o algo– viniendo a por mí.

La escena terrestre estaba desvaneciéndose. La oscuridad iba invadiendo su conciencia, y lejos, en la distancia, como un último vislumbre, había una figura de luz, vagamente humana en su forma, y radiando calor.

Murray pensó: vaya broma, estoy yendo al Cielo.

Mientras pensaba esto, la luz se desvaneció pero el calor siguió. No hubo disminución en la paz, pese a que en todo el Universo tan sólo quedaba él... y la Voz.

La Voz dijo:

–He hecho esto tan a menudo, y sin embargo aún tengo la capacidad de sentirme complacido con el éxito.

Murray sintió deseos de decir algo, pero no era consciente de poseer una boca, lengua o cuerdas vocales. Pese a todo, intentó emitir un sonido. Intentó, sin boca, susurrar palabras, o respirarlas, o simplemente impulsarlas fuera con una contracción de... lo que fuera.

Y brotaron. Oyó su propia voz, completamente reconocible, y sus propias palabras, infinitamente claras.

Murray preguntó:

–¿Es esto el Cielo?

La Voz le respondió:

–Este no es ningún lugar, tal como tú entiendes la palabra «lugar».

Murray se sintió azarado.

–Perdón si sueno como un estúpido, pero ¿tú eres Dios? Sin cambiar de entonación o estropear de ninguna forma la perfección del sonido, la Voz consiguió sonar divertida.

–Es extraño que siempre se me pregunte eso, por supuesto en un número infinito de formas. No hay ninguna respuesta que yo pueda dar y que tú puedas comprender. Yo soy..., lo cual es todo lo que puedo decir que sea significativo y que tú puedas cubrir con cualquier palabra o concepto que prefieras.

–¿Y qué soy yo? –preguntó Murray–. ¿Un alma? ¿O también soy tan sólo una existencia personificada?

Intentó no sonar sarcástico, pero tuvo la impresión de que fracasaba. Entonces pensó fugazmente en añadir un «Vuestra Gracia» o «Santísimo» o algo para contrarrestar el sarcasmo, y no pudo conseguir decidirse a hacerlo pese a que por primera vez en su existencia especuló con la posibilidad de ser castigado por su insolencia –¿o pecado?– con el Infierno, o lo que se le correspondiera.

La Voz no sonó ofendida.

–Tú eres fácil de explicar... incluso para ti. Puedes llamarte a ti mismo un alma si eso te complace, pero lo que realmente eres es un nexo de fuerzas electromagnéticas, dispuestas de tal modo que todas las interconexiones e interrelaciones son exactamente imitativas de aquellas de tu cerebro en tu Universo–existencia... hasta el más mínimo detalle. De tal modo que posees tu
capacidad de pensamiento, tus recuerdos, tu personalidad. Y te sigue pareciendo que tú eres tú.

Murray se dio cuenta de su propia incredulidad.

–Quieres decir que la esencia de mi cerebro es permanente.

–En absoluto. No hay nada en ti que sea permanente, excepto lo que yo elija hacer permanente. Yo formé el nexo. Yo lo construí mientras tú tenías existencia física, y lo ajusté al momento en el cual la existencia fallara.

La Voz parecía claramente complacida consigo misma, y tras una momentánea pausa prosiguió:

–Una intrincada pero absolutamente precisa construcción. Por supuesto, puedo hacer lo mismo con cualquier ser humano de tu mundo, pero prefiero no hacerlo.

Hay un cierto placer en la selección.

–Entonces eliges a muy pocos.

–Realmente muy pocos.

–¿Y qué ocurre con el resto?

–¡El olvido! Oh, por supuesto, tú imaginas el Infierno.

Murray hubiera enrojecido de haber tenido la capacidad de hacerlo.

–No –dijo–. Eso queda fuera de cuestión. Sin embargo, jamás hubiera creído ser tan virtuoso como para atraer tu atención como uno de los Elegidos.

–¿Virtuoso? Ah..., entiendo lo que quieres decir. Es fastidioso tener que forzar mi pensamiento a descender lo bastante como para permear el vuestro. No, no te he elegido por tu capacidad para el pensamiento, como he elegido a otros, a cuatrillones, de entre todas las especies inteligentes del Universo.

Murray se sintió repentinamente curioso, el hábito de toda una vida.

–¿Los eliges a todos por ti mismo, o hay otros como tú? –preguntó.

Por un fugaz momento, Murray creyó adivinar una reacción de impaciencia ante aquello, pero cuando la Voz llegó de nuevo no había emoción en ella.

–El si hay o no otros es algo irrelevante para ti. Este Universo es mío, y sólo mío. Es mi invención, mi construcción, destinado sólo para mis propósitos.

–Y sin embargo, con cuatrillones de nexos que has formado, ¿pierdes tu tiempo conmigo? ¿Tan importante soy?

–No eres en absoluto importante –dijo la Voz–. También estoy con los demás en una forma que, para tu percepción, parecería simultánea.

–¿Y sin embargo eres uno?

De nuevo un asomo de diversión. La Voz dijo:

–Buscas atraparme en una contradicción. Si tú fueras una ameba que puede considerarse individualidad únicamente en conexión con las células individuales, y tuvieras que preguntarle a un cachalote, hecho por más de treinta cuatrillones de células, si era uno o muchos, ¿cómo podría responder el cachalote de modo que fuera comprensible para la ameba?

–Pensaría en ello –dijo Murray secamente–. Puede hacerse comprensible.

–Exacto. Esa es tu función. Pensarás.

–¿Con qué fin? Tú ya lo sabes todo, supongo.

–Aunque lo supiera todo –dijo la Voz–, no podría saber que lo sé todo.

–Eso suena un poco como filosofía oriental –dijo Murray–, algo que suena profundo precisamente porque carece de significado.

–Prometes –dijo la Voz–. Respondes a mi paradoja con una paradoja... excepto que la mía no es una paradoja. Considera. Existo eternamente, pero ¿qué significa eso? Significa que no puedo recordar haber surgido a la existencia. Si pudiera recordarlo, entonces no hubiera existido eternamente. Si no puedo recordar haber surgido a la existencia, entonces hay al menos una cosa, la naturaleza de mí mismo empezando a existir, que no sé.

»Además, aunque lo que yo sé es infinito, también resulta cierto que lo que queda por conocer es igualmente infinito, ¿y cómo puedo estar seguro de que ambos infinitos son iguales? La cualidad infinita del conocimiento potencial puede ser infinitamente más grande que la infinitud de mi actual conocimiento. He aquí un ejemplo simple: si yo supiera todos los números enteros pares, conocería un número infinito de datos, y sin embargo no conocería ni un solo número entero
impar.

–Pero los números enteros impares pueden ser derivados –dijo Murray–. Si divides cada número entero par de toda la serie infinita por dos, tendrás otra serie infinita que contendrá en ella la serie infinita de números enteros impares.

–Has captado la idea –dijo la Voz–. Me siento complacido. Tu tarea será encontrar otras vías como esta, mucho más difíciles, de lo conocido a lo aún no conocido. Tienes tus recuerdos. Recordarás todos los datos que hayas recogido o aprendido alguna vez, o que posees o que podrás deducir de esos datos. Si es necesario, podrás aprender los datos adicionales que consideres pertinentes para los problemas que tú mismo te plantees.

–¿No puedes hacer todo eso por ti mismo?

–Puedo –dijo la Voz–, pero es más interesante de esta forma. Construí el Universo a fin de tener más datos con los que enfrentarme. Inserté en él el principio de la incertidumbre, la entropía, y otros factores de azar, a fin de hacer que el conjunto no resultara instantáneamente obvio. Ha funcionado bien, y me ha divertido durante toda su existencia.

»Luego introduje complejidades que produjeron primero la vida y luego la inteligencia, y la utilicé como fuente para un equipo de investigación, no porque necesitara su ayuda, sino porque introduciría un nuevo factor de azar. Descubrí que no podía predecir la siguiente pieza interesante de conocimiento conseguida, de dónde procedía, por qué medios se derivaba.

–¿Ha ocurrido eso alguna vez? –preguntó Murray.

–Por supuesto. Nunca pasa un siglo sin que aparezca algún detalle interesante en algún lugar.

–¿Algo en lo que tú hubieras podido pensar por ti mismo, pero que aún no habías hecho?

–Sí.

–¿Crees realmente que hay una posibilidad de que yo te complazca de esa forma? –preguntó Murray.

–¿En el próximo siglo? Virtualmente no. A largo plazo, sin embargo, tu éxito es seguro, puesto que estarás dedicado eternamente a ello.

–¿Estaré pensando durante toda la eternidad? ¿Para siempre?

–Sí.

–¿Con qué fin?

–Ya te lo he dicho. Para descubrir nuevo conocimiento.

–Pero más allá de eso. ¿Con qué fin debo descubrir nuevo conocimiento?

–Eso es lo que hiciste en tu vida ligada al Universo. ¿Cuál era tu finalidad entonces?

–Conseguir un mejor conocimiento que sólo yo podía conseguir –contestó Murray– . Recibir el aprecio de mis compañeros. Sentir la satisfacción del éxito sabiendo que disponía tan sólo de un tiempo limitado para alcanzarlo. Ahora sólo podría conseguir lo que puedes conseguir tú mismo si lo desearas con un mínimo esfuerzo. Tú no puedes reconocer mis méritos; tu puedes únicamente divertirte. Y no hay ningún mérito ni satisfacción en un éxito cuando dispongo de toda la eternidad para conseguirlo.

–¿Y no consideras el pensamiento y los descubrimientos valiosos por sí mismos? –preguntó la Voz–. ¿No encuentras que es innecesario requerir otro fin?

–Para un tiempo limitado, sí. No para toda la eternidad.

–Entiendo tu punto de vista. Sin embargo, no tienes elección.

–Tú dices que tengo que pensar. Pero no puedes obligarme a hacerlo.

–No pienso obligarte directamente –dijo la Voz–. No necesito hacerlo. Puesto que no tienes nada que hacer excepto pensar, pensarás. No sabes cómo no pensar.

–Entonces me proporcionaré yo mismo una meta. Me inventaré una finalidad.

–Por supuesto, puedes hacerlo –dijo la Voz, tolerante.

–Ya he encontrado una finalidad.

–¿Puedo saber cuál es?

–Ya la conoces. Sé que no estamos hablando de la forma habitual. Tú ajustas mi nexo de tal forma que yo creo oírte y creo estar hablando, pero tú me transfieres los pensamientos y recoges directamente los míos. Y cuando mi nexo cambia con mis pensamientos, tú eres inmediatamente consciente de ellos y no necesitas mi transmisión voluntaria.

–Estás sorprendentemente en lo cierto –admitió la Voz–. Eso me complace. Pero también me complace que me digas tus pensamientos voluntariamente.

–Entonces te los diré. La finalidad de mi pensamiento será descubrir una forma de interrumpir este nexo mío que tú has creado. No deseo pensar para ninguna finalidad útil excepto divertirte. No deseo pensar eternamente para divertirte. No deseo existir eternamente para divertirte. Todo mi pensamiento irá dirigido hacia terminar con el nexo. Eso me divertirá a .

–No tengo ninguna objeción a eso –dijo la Voz–. Incluso el pensamiento concentrado acerca de cómo terminar tu propia existencia puede dar como resultado, pese a ti mismo, algo nuevo e interesante. Y, por supuesto, si tienes éxito en ese intento de suicidio no habrás conseguido nada, puesto que instantáneamente puedo reconstruirte y en una forma tal que haga imposible repetir tu método de suicidio. Y si tú encuentras otra forma aún más sutil de interrumpir tu existencia, te reconstruiré con esa posibilidad también eliminada, y así sucesivamente. Puede ser un juego interesante, pero pese a todo seguirás existiendo eternamente. Esta es mi voluntad.

Murray sintió un estremecimiento, pero sus palabras brotaron con una perfecta calma.

–¿Estoy pues en el Infierno, después de todo? Tú has dado a entender que no existe ninguno, pero si esto fuera el Infierno tú podrías estar mintiendo como parte del juego del Infierno.

–En ese caso –dijo la Voz–, ¿de qué serviría asegurarte que no estás en el Infierno? Sin embargo, te lo aseguro. No hay aquí ni Cielo ni Infierno. Sólo existo yo.

–Considera entonces que mis pensamientos pueden resultarte inútiles –dijo Murray–. Si vengo a ti sin nada útil, ¿no será mejor para ti el... desarmarme, y no tomarte más molestias conmigo?

–¿Como una recompensa? ¿Deseas el Nirvana como premio al fracaso, y pretendes asegurarme ese fracaso? No hay trato aquí. No fracasarás. Con una eternidad ante ti, no puedes evitar el tener al menos un pensamiento interesante, por mucho que tú intentes lo contrario.

–Entonces crearé otra finalidad para mí. No intentaré destruirme. Estableceré como meta el humillarte. Pensaré en algo en lo que no solamente no hayas pensado nunca, sino en lo que nunca puedas llegar a pensar. Pensaré en la última respuesta, la respuesta definitiva, más allá de la cual no existe más conocimiento.

–No comprendes la naturaleza del infinito –dijo la Voz–. Puede que haya cosas que aún no me haya molestado en conocer. No puede haber nada que yo no pueda conocer.

–No puedes saber tu principio –dijo Murray pensativamente–. Tú mismo lo has dicho. Por lo tanto no puedes saber tampoco tu final. Muy bien. Esa será mi meta, y esa será la última respuesta. No me destruiré a mí mismo. Te destruiré a ti... si tú no me destruyes a mí primero.

–¡Ah! –exclamó la Voz–. Has llegado a eso mucho antes de lo normal. Empezaba a preocuparme de que te tomara tanto tiempo. ¿Sabes?, no hay nadie de esos que tengo conmigo en esta existencia de perfecto y eterno pensamiento que no tenga la ambición de destruirme. Es imposible.

–Tengo toda la eternidad para pensar en una forma de hacerlo –dijo Murray.

–Entonces intenta pensar en ello –dijo la Voz en tono neutro. Y desapareció.

Pero Murray tenía ahora su finalidad, y se sentía contento.

Porque, ¿qué podía desear cualquier Entidad, consciente de la existencia eterna..., excepto un fin?

¿Para qué otra cosa había estado buscando la Voz a lo largo de incontables miles de millones de años? ¿Y para qué otra razón había sido creada la inteligencia y reservados algunos especímenes para ponerlos a trabajar, excepto para ayudar en esa gran búsqueda? Y Murray pretendía ser él, y sólo él, quien tuviera éxito.

Cuidadosamente, y con la emoción de la finalidad, Murray empezó a pensar. Tenía mucho tiempo para ello.


Isaac Asimov

PRINCIPIO KOBDA


"EXTRAER DEL FONDO DE TODAS LAS COSAS LO MÁS HERMOSO QUE HAY EN ELLAS"

viernes, 20 de febrero de 2009

Relato


"Un niño estaba arrojando estrellas de mar desde la orilla hacia el agua.
Unas personas le preguntaron,
-¿Qué haces con esos animalitos?
El niño respondió,
-¡La marea bajó y debo regresar estas estrellas al mar antes de que mueran deshidratadas o las coman los pájaros!
Las personas contestaron:
- Pero, ¿has visto la cantidad que hay? ¿No tienes cosas más importantes que hacer?-
y agregaron,
-No puedes salvar a todas.
El niño miró detenidamente la que tenía en su mano, dirigió luego su mirada a los ojos de los caminantes y replicó,
- Es verdad, no puedo salvar a todas, pero a ésta, - dijo levantando su brazo - la salvé.
Y con todas sus fuerzas, la arrojó al mar".

jueves, 12 de febrero de 2009

Miedo


Y en este preciso momento te das cuenta de que el mayor de tus miedos es simplemente una ilusión...


Y en este preciso momento te das cuenta de que el mayor de tus miedos es simplemente una ilusión...


Y en este preciso momento te das cuenta de que el mayor de tus miedos es simplemente una ilusión...


No valía la pena hacerse tanto problema.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Una Frase

La dicha de la vida consiste en tener siempre algo que hacer, alguien a quien amar y alguna cosa que esperar...

Chalmers